

Lo primero es la materia prima. Aunque la gama de sabores es muy diversa todos parten, en función de su semilla, de dos especies mayores: arábica, con distintas variedades procedentes principalmente de América del Sur y robusta, propia de Indonesia y África; y dos especies menores: libérica y excelsa. Todas ellas llegan a nosotros de tres formas diferentes: natural (café tostado sin aditivos), torrefacto (tostado con azúcar) o mezcla.
El café para beber lo obtenemos mediante la infusión del producto con agua a muy alta temperatura. Hay tres formas de hacerlo: hervimos el café directamente con el agua y obtenemos el conocido como de puchero; hacemos pasar el agua caliente por un filtro con café o este mismo proceso, pero haciendo que el agua pase muy rápidamente bajo presión a través del café molido y obtenemos un expreso. Este último es el método que utilizan las cafeteras de cápsulas tipo Nespresso.
Una vez preparado llega la hora de degustarlo y aquí es donde intervienen varios de nuestros sentidos: la vista, para apreciar el color y la crema; el olfato para disfrutar de su inconfundible aroma y una vez en la boca apreciar su cuerpo bebiéndolo pausadamente.
Los expertos aconsejan para la realización de un análisis visual utilizar una taza blanca y situar el café a unos 30 centímetros de nuestros ojos, desde ahí, podremos observar la crema que debe ser uniforme y con untuosidad. La finalidad principal de la crema, además de dar presencia, es la de crear una capa que impida se escapen los aromas del café. Luego, removemos la bebida con una cucharilla y de esta forma logramos expandir los diferentes aromas, acercamos la taza a la nariz y disfrutamos durante unos segundos de su característico y personal olor.
En boca captaremos su acidez, su amargor y las diferentes notas que ayudan a distinguir a cada tipo de café (tostada, de madera, afrutada, de cacao...).
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